sábado, 18 de enero de 2014

CRÓNICA "EL DOLOR DE LA JUSTICIA"



Eran aproximadamente las 16:00 horas, cuando la puerta principal de la casa N°66-20 de las Calles José Basurto y Máximo Gómez, retumbó. Llamaban a la puerta de color negro insistentemente dos hombres, eran agentes de la Unidad de Violencia Contra la Mujer y la Familia. Traían una orden para desalojar a un miembro de aquel hogar.
Uno de ellos llevaba el uniforme oficial de la Policía. El otro, un hombre de presencia más imponente, con  gafas oscuras, se dirigió a la mujer, que entre lágrimas, indicó la morada de su primer hijo. Tres gradas llevaban al fondo de la casa. El cuarto tenía el aspecto de una vieja guarida del Centro Histórico, no había puerta y el marco de aquella ventana había olvidado cómo se veía algún día, aquel transparente cristal, que se quebró, en uno de tantos arrebatos de violencia de un hijo que no conocía de límites cuando estaba bajo los efectos de la droga y el alcohol.
Con voz firme, casi indolente el Policía informó al hombre de 38 años, que tenía veinte minutos para desalojar aquella habitación. Busque una camioneta, dijo el oficial, mientras el agente ayudaba a recoger las primeras pertenencias que se amontonaron en aquella fría vereda, hasta la llegada del vehículo.
Su habitación no era muy grande. Seis metros cuadrados, color tomate, un baño descuidado que emanaba un pútrido olor a orines y humedad. Un riachuelo rodaba por sus mejillas, no entendía en qué momento pasó, en qué momento volvió un infierno la vida de aquellos que fuesen sus seres más queridos.
Su cabeza daba vueltas, impulsada por cientos de ideas que transcurrían por su mente. Corría a la calle principal, buscaba un teléfono entre aquellos pequeños locales que acompañan la avenida. Margarita, dijo, insistentemente, se apareció en la puerta de aquella tienda con grandes rejas, seguramente colocada para evitar algún robo que se ha vuelto tan cotidiano en este lugar. Una mujer delgada, de cabello negro ensortijado, estaba vestida con una licra color gris, el mismo color de aquellos desgastados botines que conformaban su atuendo y un saco negro como su dolor, decepción, dirá ella, impotencia ante los problemas de la juventud que también han arrastrado a su hermano al oscuro abismo de la drogadicción. ¡Una llamada a celular por favor, necesito hablar de urgencia con un amigo!
Cuando contestaron el teléfono, sintió cierta calma, un par de frases y obtuvo una respuesta positiva. Había conseguido un hogar provisional y la camioneta, que llevaría sus pocas pertenencias, llegaba con premura.
¿Por qué dejaste que pase esto Diego? Tu mami te insistió tantas veces para que cambies, pero nunca entienden a tiempo. El Jaime está en el mismo camino, ésta semana vino a hacer relajo, a romper los vidrios y cogió un cuchillo, que si no hubiera sido por Dios que me ayudó a quitarle, no sé lo que hubiera pasado, le dijo la mujer, ella conocía su historia…
De pequeño, lo socorrió muchas veces cuando su padre, ebrio, llegaba a golpearlo a él y a su madre. Nunca seré igual a mi papi, prometió muchas veces a su progenitora, pero aquellos baños en agua helada a las dos de la madrugada o esas golpizas sin razón dejarían una huella en aquel frágil corazón, que con el transcurso del tiempo sintió la curiosidad de experimentar con los vicios.
Primero fue el alcohol, tenía un efecto agradable sobre su cuerpo, pero ya no era suficiente para calmar el dolor de los recuerdos y la pérdida de un amor. Ahora necesitaba de algo más fuerte, algo que le hiciera olvidar, olvidar, olvidar hasta un punto en el que perdió su propia voluntad. Estaba consciente de que era culpable, de que su madre tenía razón en haber tomado acciones. No guardaba rencor. El también sentía remordimientos cuando al despertar percibía las miradas acusadoras de sus hermanos, que no podían olvidar aún los episodios del día anterior, gritos, golpes, destrozos.
Todo esto que se tornaba constante, llevó el jueves 10 de Octubre, entre llantos, a María Esther, una mujer de 56 años, cabello negro corto, tez trigueña, de un 1.50 cm de estatura aproximadamente y de rostro cansado, a presentar una denuncia en contra de su primogénito. Gladys Marlene Bermeo, técnico de Información e Ingreso de Causas de la Corte Provincial de Justicia de Pichincha, recibió y dio pasó a su solicitud. Escuchó su historia con mucha atención. Entre palabras de aliento y una promesa de seguridad llevó el caso ante la juez, Dra. Yolanda Garcés Dávila, la misma que solicitó la aplicación de los art. 1,2,3,4,5 de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), contenida en la Constitución de la República del Ecuador, en el derecho del buen vivir.   
Adiós mamá, voy a cambiar por usted, por todos ustedes susurró mientras se subía en aquella camioneta gris, que sonaba como una vieja mal traca y que iba dejando en el aire un espeso humo blanco… el dolor de la justicia que aún no se desvanecía.
TATIANA CASA
FACSO 2013-2014 
QUINTO A

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